JORGE
NELSON PERIS YEGROS
(Paraguay)
Estoy seguro de haberlo visto y no fue producto de mi
imaginación, mientras cruzaba la Plaza Independencia camino a casa, vestido de
negro mimetizado con las sombras de los árboles y escondido sin esconderse
entre los mismos. Parecía confundido pero dotado de una conciencia y
expectativa cautelosa y vigilante a cada paso que daba. Lo pude comprobar
porque esa misma tarde nublada y fría lo volví a ver, escondido y acechante,
cuando me detuve en un puesto de revistas para comprar el periódico local entre
la multitud de la calle Palma y sin saber porqué, inducido en ese entonces por
un extraño y escalofriante presentimiento, repentinamente mientras pagaba los
tres mil guaraníes que costaba La Nación giré en media vuelta para mirar
hacia atrás.
Lo volví a
ver, tres veces en una misma tarde, primero en la plaza, luego en La Palma y
por último al regresar, a una cuadra de mi casa, parado en una esquina bajo la
sombra de un limonero. Sacó de la mochila negra que llevaba en la espalda un
cuadernillo forrado con cuero curtido y una lapicera, con la cual hacía
anotaciones, que sólo meses después entendería que se trataban de algo más
importante que simples pensamientos ocasionales. Me detuve a observarlo
sorprendido por lo que parecía una ausente presencia, porque sin mirar me
miraba y estaba donde yo estaba, expectante y dispuesto a alejarse cuando
trataba de acercarme con algún pretexto para averiguar el sin sentido de su
vigilancia.
No lo volví a ver
hasta después de dos semanas y aunque todavía pensaba en él nunca cambié mi
itinerario que en realidad estaba trazado por el azar de la rutina y por los
horarios de los colectivos y los negocios céntricos pues soy vendedor a
domicilio de seguros de vida de una importante empresa que nos exige, a los
empleados, más de los que podemos dar. Fue un Domingo de siesta con el sol de
Diciembre sobre los techos, camino a almorzar con un amigo que no veía desde
mucho tiempo y que me había llamado con la intención de volver a encontrarnos,
que volví a sentir la sensación de que me estaban siguiendo y fue así de cierto
que al bajarme de la Línea 22 a un par de cuadras de la casa de Antonio
y caminar con la adrenalina en la sangre, con un andar firme pero impaciente,
lo vi otra vez durmiendo en el banco de una plazoleta con el cuadernillo de
cuero en su abdomen y una lapicera trancada en su oreja blanca y puntiaguda,
resguardado del sol y del calor por un hermoso Tayí de flores amarillas que lo
cubría con una sombra mística, casi ancestral, que desentonaba con el calor
insoportable que subía de la calle despertando en mí un sentimiento sofocante
y, más tarde, paranoico.
Más tarde...
relajados por el vino y tanta conversación atrasada que fuimos recuperando
entre partidas de truco, fue que le comenté a Antonio lo que me había ocurrido
aquella tarde dos semanas atrás y que hoy lo había vuelto a ver al bajarme del
colectivo y como esta vez no pude acercarme a él atajado por una extraña
sofocación que nunca antes había sentido, ni en los días más calurosos del
verano. Antonio no me hizo mucho caso, siguió repartiendo la mano, preguntando
sin demasiado interés sobre algunos detalles que para mí carecían de
importancia. –Si decís que todas las veces que le viste vestía de negro y
que siempre estaba en la sombra seguramente era tu propia sombra- me
decía y reía a la vez burlándose de mí. Pero todo esfuerzo que hacía para
relajarme era en vano y por el contrario yo me quedaba pensando cada vez más en
el hombre que me seguía. Fue justo en ese momento que se interrumpieron mis
pensamientos cuando ya empezaba a divagar pero al volver en mí y mirar a
Antonio, me di cuenta de que él también estaba vestido de negro. Giré
instintivamente la cabeza y vi una mochila negra, igual a la del hombre
durmiendo en el banco de la plazoleta, en el piso recostada en la pared cerca
del baño.
Regresé a
casa sin preguntarle a Antonio el porqué de su parentesco con aquel hombre de
las sombras, ni qué tenía en la mochila negra que estaba cerca del baño pero
con la intención de no volver a verlo hasta aclarar todo, pues todo fue muy
raro: sus preguntas sin sentido, su desinteresada atención tan atípica en él,
su llamado, inclusive varias semanas después me siguió llamando para
encontrarnos pero yo siempre tenía alguna respuesta evasiva para darle.
Dos meses después,
cansado de huir sin saber lo que estaba pasando y acostumbrado ya a que el
hombre de negro y sus séquitos formaran parte de mi paisaje y de mi rutina,
porque con el tiempo me di cuenta de que no era uno sino que eran varios -yo
llegué a contar veinticinco en casi dos meses de tormento- los que estaban
detrás de mí o tal vez detrás de algo que yo tenía: mi alma o mi eterno
servicio. Ya no podía soportar ver una de esas sombras vivas vigilándome en
cada lugar que estuviera sin importar donde sea: en el café, en el mercado, en
la librería y hasta en mis sueños.
Desperté harto a otro
día de vigilia cansada, por el sueño postergado y vigilantes incansables. Fue
cuando decidí terminar con todo. Me estaba preparando para ir a trabajar pero
esa vez no me puse el informal uniforme de pantalones de jeans y camisa de un
solo color, sino que opté por ponerme el pantalón de vestir negro con una
remera de algodón también negra que no recordaba que tenía y me fui a la
conocida empresa aseguradora a buscar mi maletín, lleno de formularios de
seguros de vida, para disponerme a vender todo el día a pesar de. la agobiante
labor en que se había convertido, para mí, en los últimos tiempos. Pero esa
mañana todo fue distinto pues de ida a la oficina no me sentí perseguido, no vi
a ningún hombre vestido de negro acechándome, ni haciendo anotaciones ajenas a
mí, siempre en la sombra escribiendo con la lapicera en el cuaderno. Ya en el
trabajo, el jefe de personal no me dio mi maletín como me lo esperaba, con los
formularios de seguros. A cambio me dio una mochila negra que tenía adentro un
cuadernillo forrado en cuero y de su mano me dio una lapicera nueva en un
estuche plateado. Abrí el cuaderno, seducido por la intriga y en la primera
página estaba escrito: Cada Alma tomada es una sombra más en el camino.
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