I

Mi padre  era un humilde obrero ferroviario (maquinista) del puerto de la Capital Federal. Tenía un buen sueldo, muy bien administrado por mi querida madre, a quien calificaría como la infatigable obrerita, la laboriosa abejita...

Cerrando lo ojos la veo lavando, planchando, con su infaltable delantal blanco como se usaba antiguamente, cosiendo nuestra ropa y la de algunos familiares, pintando nuestra casa, el querido rancho de mis abuelos...

Cuánto amor había allí, cuánta alegría...

Recuerdo las tardes de matecocido en el patio donde éramos acompañados por chicos del barrio y parientes. Para todos había galletas o pan con manteca o dulce casero, porque el matecocido de Alba -así llamaré a mi madre- era más rico que el de sus casas y repetían esas tazas de antes que equivalían a tres de las de ahora.

Mamá, reprendía al que se portaba mal, luego, lo consolaba... (cont.)

XIII

Ante tanto dolor, pues comenzaba una nueva y cruel vida para mí, vegetativa, desesperaba, ignorándolo en todo momento, sólo cumplía con mis obligaciones, comida y ropa, sin dirigirle la palabra para nada.

Él sí hablaba. Yo no respondía, hacía lo que debía como autómata.

Él siempre negó su infidelidad por miedo. Lástima que no pensara en el miedo cuando lo hizo, ¿no?

Como mi desesperación no tenía límites y yo no quería permanecer más bajo el mismo techo, decidí visitar a su hermana menor para informarle lo que había sucedido y que tuvieran presente que me iba, pero no por seguir a ningún hombre...