JULIETA MOREL
ARGENTINA
La confirmación de su inminente viaje la tomó tan de sorpresa que no
supo si se sentía feliz o presionada.
Ese mediodía regresando del
trabajo tuvo la premonición de que iría a Brasil, pero de inmediato la razón se
interpuso contactándola con su realidad económica. Nada le hacía sospechar que
esa misma tarde surgiría la invitación. Una semana en Bahía con todo pago.
Amaba Salvador, en cada rincón
respiraba el misterio de la vida y de la muerte. Pensar en el dolor de los
esclavos negros la estremecía como si se tratara de una vivencia propia. El
silbato de la cafetera la devolvió al desorden de su cuarto, quería llevar sólo
lo necesario, pero sabía, que a la hora de armar las valijas, tendrían
prioridad las cosas que menos usaría.
Su personalidad un tanto obsesiva
la empujaba a tener el equipaje listo faltando aún cinco días para partir.
Además de los documentos y elementos personales colocó con sumo cuidado en
el bolso de mano una pequeña funda de seda color
violeta conteniendo cristales energéticos, un mazo de cartas de Tarot que su
abuela le había enseñado a leer y que usaba sólo circunstancialmente ante la
insistencia de algún amigo; finalmente tomó de la mesa de luz el libro de las
reencarnaciones, se sentó en la cama mientras lo hojeaba y leyó algunos
párrafos. Qué misterio insondable el de la reencarnación. Creía firmemente en
ella. Sentía que había vivido otra vida y sospechaba que su atracción por el
lugar adonde viajaría -del que mucho había aprendido como consecuencia de
haberse devorado cuanto libro y publicación llegaba a sus manos- tenía que ver
con vivencias muy distantes en el tiempo.
Bahía de San Salvador las recibió
un jueves de tarde bajo una torrencial lluvia tropical que tornaba aún más
brillante el verde de la abundante vegetación y más blancas las dunas de
cuarzo. Ni bien descendió del avión, Ana enunció las palabras Axe Exu a
modo de saludo para que Exu, un travieso diablillo con una pierna
amputada que según la tradición recorre las calles de Bahía les asegurara una
estadía placentera.
Antes de subir al micro que las
llevaba al hotel miró el paisaje que rodeaba el aeropuerto y aspiró
profundamente el olor a tierra mojada, entonces pensó que debía tener bien
despiertos todos sus sentidos para poder disfrutar plenamente de su estadía, ya
que alguna razón ajena a su conocimiento había surgido aquel viaje.
Los días que siguieron fueron
abundantes en comidas perfumadas de dendé y coco, acarajés saturados de
camarones. De paseos, sol mar y experiencias insólitas con personas que se
acercaban para desearle felicidad, larga vida, progreso y todo lo bueno a lo
que un ser humano pueda aspirar.
La última tarde Ana fue sola a la
playa. Su tía no se sentía.
bien. Dispuesta a disfrutar de su despedida, acomodó
una esterilla sobre las rocas y se sentó a disfrutar el sol. Su mirada se
fundió con el azul del mar y cayó en un pesado sueño.
Amuñique tenía dieciséis años, la
edad apropiada para casarse. Era dueña de un esbelto cuerpo negro que movía
graciosamente al caminar. La cabeza casi rapada dejaba asomar unas diminutas
motas azabache. La belleza de su rostro adolescente estaba acentuada por una
fácil sonrisa. El vientre chato y los senos turgentes estaban listos para el
amor aún no experimentado.
Sus días eran placenteros, las
preocupaciones pasaban por las tareas cotidianas. La provisión de agua y
alimento que ella junto a su familia se ocupaba de conseguir. De vez en cuando
alguna celebración con gente de su tribu y de tribus vecinas. Las interminables
caminatas por la playa en busca de conchas con las que luego enhebraría
collares para ella y sus hermanas y los baños en el mar que con frecuencia
tomaba junto a Misaí, constituía el simple y maravilloso mundo de Amuñike.
Estaba enamorada de Misaí, se
veían a escondidas acariciándose tímidamente, confundiendo el deseo con risas y
juegos en cada encuentro. Él la amaba profundamente. Un par de años mayor,
poseía una desbordante personalidad viril que suavizaba la dulzura de su
expresión.
Aquel atardecer se sentaron muy juntos
mirando hacia el mar, una línea azul plomizo delineaba el horizonte. Ella se
sentó entre las piernas de Misaí, él pasó sus brazos por encima de los hombros
de Amuñike y sin decir una sola palabra, le colocó en la muñeca un brazalete de
metal plateado que con infinita paciencia había realizado para ella.
El brazalete tenía grabado con
imperfecciones el nombre de la joven. Ella se arrodilló delante de él, le
acarició el rostro siguiendo la línea de sus facciones, se abrazaron tan
fuertemente que sintieron que los dos se fundían en uno solo.
El amanecer los sorprendió
dormidos sobre un colchón de hojas de palmeras. El alboroto inusual de los
pájaros. El griterío de gente que ocultaba su desnudez con ropas extrañas,
anunciaban que el horror había llegado. Volvieron a abrazarse pero esta vez con
la intención de protegerse y mitigar el miedo, pero fueron brutalmente
separados. Entre palabras incomprensibles, forcejeo y golpes Amuñike fue
arrastrada hacia la orilla del mar. Se sintió como un animal cazado. En su
desesperación Misaí se abalanzó sobre los cazadores, pero el frío metal de una
espada se hundió en su espalda apagando finalmente su vida. El grito de dolor
de Amuñike resonó en la aldea, pero fue inútil, la tribu, su mundo, había sido
devastado por quienes decía provenir de la civilización.
No podía borrar de su mente la
imagen de Misaí tendido sobre la arena bañado en sangre. De pronto su corazón
se había oscurecido, había perdido todo lo que tenía. Pensó adónde la llevaban,
porqué le pasaba ésto. Miró a su alrededor y vio encadenados junto a ella a
amigos de la infancia.
Las semanas fueron pasando entre
noches heladas a la intemperie y días sofocantes durante los cuales el sol
ajaba la piel hasta el punto de hacerla sangrar. Algunos de sus compañeros habían
muerto en la travesía como mueren los pájaros silvestres enjaulados y eran
arrojados al mar entre las risotadas de la tripulación que se divertía mirando
cómo los cuerpos eran devorados por los tiburones.
El aspecto de Amuñike desmejoraba
con el pasar de los días. La sed se hacía insoportable, de vez en cuando un
cucharón con agua pasaba de
mano en mano permitiéndole beber un sorbo que apenas alcanzaba para humedecer su
garganta. Pasaba la mayor parte del tiempo en posición fetal con la mirada fija
en el brazalete, mientras recordaba el momento en que despiadadamente le habían
arrancado el alma sumiéndola en la locura.
De pronto los pájaros sobrevolando
la nave anunciaban la proximidad de la tierra. La excitación se adueñó de la
tripulación. Los botes se acercaron al barco con la intención de llevar la
mercadería a puerto.
Amuñike tenía el cuerpo dolorido por las llagas, había
adquirido una postura encorvada, tenía miedo, se sentía enferma, débil y
cansada, demasiado cansada para continuar...
Sintió un empujón en la espalda
que la hizo caer en la arena quedando enredada con las cadenas. Cuando intentó
levantarse un dolor intenso en el pecho y un hilo de sangre corriendo por la
comisura de los labios, confirmaban que su corazón había estallado, esta vez
definitivamente.
Un hombre ridículamente vestido,
llevando un látigo en la mano, la pateó para que se levantara. Echó una
maldición por la pérdida económica y antes de arrastrarla hacia el mar tomó la
mano sin vida de Amuñike, revisó con curiosidad el brazalete y dejando caer el
brazo con desprecio murmuró: chatarra, sólo chatarra.
Una ola inesperada mojó el cuerpo
de Ana haciéndola despertar de inmediato. Qué sueño tan extraño y sin embargo
tan real. Notó que tenía los ojos húmedos y gusto a lágrimas en la boca. Sentía
una mezcla de angustia y alivio. Comenzó a caminar para distraerse y pensar.
Mientras buscaba no sabía que, en los
pozos con agua que se formaban en algo brillante llamó su atención,
parecía haber estado enterrado durante mucho tiempo, tenía incrustaciones de
moluscos y algas cuando por fin pudo desenterrarlo, asombro y escepticismo se
conjugaron, le costaba aceptar que se trataba de un brazalete. Inútilmente
intentó limpiarlo raspándolo con las uñas. Se le cerró la garganta y aceleró el
pulso. Apretó el brazalete contra su pecho mientras se ahogaba en llanto.
Temblorosamente lo colocó en su brazo y supo que siempre le había pertenecido.
JULIETA MOREL, autora argentina residente en
Tortuguitas, Buenos Aires, nos permite aproximarnos a su universo de ficción,
hábilmente contado.
Dice de La Confirmación, cuento con el cual se
integra a nuestras ediciones:
La reencarnación como una nueva oportunidad de
aprendizaje en el camino de la evolución espiritual es el tema central de este
cuento, cuya trama gira en torno de percepciones, vivencias y creencias que
Ana, una mujer común, tiene de una vida anterior.
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